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Podcast 2 - «A muerte»

Bienvenido a esta segunda entrega del podcast de La hermana cruel, esta vez te traemos el relato de «A muerte».


Sus temas principales son la deshumanización, la industrialización que sobrepuso los procesos mecánicos al trabajo humano, deshumanizando, y el proceso de enemistad y odio, como respuesta al menosprecio con el que tratan al trabajador.


Este relato finalmente quedó fuera de nuestra antología porque consideramos que el foco temático se acerca más a una crítica anticapitalista sobre la deshumanización, en lugar de desarrollar la locura en su personaje, al igual que lo hacen el resto de relatos que encontrarás en La hermana cruel. Aún así, se trata de un relato de gran calidad literaria y no podíamos no incluirlo en este blog.


Te dejamos con el podcast, esperamos que te guste y te deje con ganas de seguir leyendo a Alfonso Hernández Catá.



«A muerte»


Habían entrado en la fábrica al mismo tiempo, muchos años antes, en una mañana de lluvia.

Él, de la mano de su padre; ella en varios carromatos enormes envuelta en hules. Y desde el primer instante fueron enemigos.

La primera violencia partió de ella: al salir a la hora del almuerzo, el cuerpecillo ágil del aprendiz calculó mal el espacio y el ímpetu, y fue a chocar contra uno de los enormes paquetes charolados. Bajo la blanda envoltura emboscábase una arista de acero, que produjo en la carne una raya cárdena y dolorosa.

—¡Ay!

—¿Qué ha sido?

—Nada, un golpe... Aquí.

—Ah, la maldita máquina... Hay que andar con cuidado, rapaz.

Después, durante los primeros días, permanecieron separados bajo la gran nave acristalada del taller, pero mirándose oblicuamente.

Curvado sobre el banco de faena mientras iba educando sus manos, él espiaba de cuando en cuando el grupo de mecánicos entre los cuales la máquina iba tomando forma. Y cuando el sol tocaba las bielas y, sobre todo, la gran superficie bruñida puesta junto a la escalerilla por donde habían de subir los obreros encargados de su manejo, un resplandor —mirada dañina del monstruo— llegaba hasta su sitio, deslumbrándole.

Cuando la máquina estuvo montada, el jefe le dijo:

—Tú, pequeño, que pareces dispuesto, irás de ayudante a la máquina. Es trabajo más descansado, ya verás.

Y fue, y vió, desde su nuevo puesto, el vasto rectángulo del taller hervía de actividad, y los cristales del techo, separándolo apenas del sol y el aire libre, aguzaban su impresión de estar secuestrado. Bajo sus piés la máquina trepidaba. Olía a aceite. La correa sin fin, con sus remaches, todos iguales, producíale la angustia de lo eterno. Los brazos grises daban vuelta a las ruedas. Dispositivos misteriosos tomaban iguales posiciones a iguales intervalos. Y los juegos de excéntricas, el matemático ajuste de piezas y de ritmos, y la dura frialdad de aquella materia espiritualizada que producía en número enorme y con infalible igualdad aquello mismo que él empezó a construir a mano con alternativas de ilusión y decepción en el banquillo de aprendiz, infundíanle un odio que jamás pudo mitigarse.

Treinta años convivieron así: treinta años cooperaron en la misma obra, y treinta años duró aquella enemistad íntima. Se transformó el taller, acabó por completo la fabricación manual, y otras máquinas se alinearon junto a la primera, llenando durante dos turnos de ocho horas la nave de una impresión de catástrofe domada, dosificada, y sin embargo no menos terrible. Aquel hombre que había dicho con motivo del primer choque «¡Maldita máquina!» murió, y otros muchos entraron y partieron de la fábrica mientras él se mantenía en su puesto rigiendo a su enemiga en apariencia y siendo, en el fondo, su esclavo, como si se tratara de una mujer férrea y multiforme.

Sus ideas eran escasas y simples, y no le habría sido posible imaginar otra vida diferente. La casa miserable, la mujer a la cual se unió en esa imitación del amor que tienen hasta las vidas más sórdidas, y que se diferencia del amor verdadero en que perece enseguida estrangulado por las privaciones, llenaron sus años. Tuvo un hijo, fue creciendo hasta alcanzar la edad púber de opinar en todo de modo opuesto a su padre y marcharse de casa. Y entonces él, un día de lluvia, sintió tristeza y reumatismo.

¿Era viejo ya? Su enemiga se lo dijo claramente después de habérselo insinuado. Como se levantaba muy temprano, cuando aún no había luz, y regresaba tarde y curvado de fatiga, no tenía otro espejo para comprobar su paso de la juventud a la vejez que aquella superficie bruñida de la máquina, inmutable en su acerada indiferencia. Y frente al mal espejo de gris metal se detuvo largo rato una mañana, hasta que le llamaron la atención; y después, desde la plataforma de acero, oyó todo el día a la máquina ajustar su ritmo a estas palabras: «¡Ya no sirves...! ¡Ya no sirves...! ¡Tu hijo te lo ha dicho también...!».

Ah, no... La máquina no era indiferente. Muy pocas ideas eran las suyas; pero sabía, empero, que la materia tiene voluntades secretas, irónicas o sañudas venganzas. Un día la máquina le mordió un dedo. Otro, estuvo a punto de arrastrarlo hacia los terribles engranajes centrales que lo hubieran triturado. Meses después se paró sin rotura aparente, porque sí, y no echó a andar sino mucho después que los técnicos, ya ahítos de trabajo y blasfemias, se dieron por vencidos. Y todo lo hacía la máquina del demonio «para fastidiarlo», exclusivamente en contra suya. Lo mismo que ahora le gritaba su vejez.

En vano dos o tres veces quiso revelarse y ser trasladado. «Usted entiende esa máquina como nadie: es modelo muy antiguo, y la gente nueva no le sacaría el rendimiento necesario», le dijeron. Y se resignó. Los dueños de la fábrica le apreciaban y solían ponerlo de modelo. Emplearon a su hijo, que se hizo hombre también y tuvo a su vez descendencia masculina. ¡Una vida se va tan pronto! La suya llena de miserias y afanes logró en el nieto compensación misteriosa, más dulce aún que la impresión del primer hijo e infinitamente superior al recuerdo de su propia mocedad, cuando, con la que luego fue su compañera, iba por los descampados suburbiales en espera de la nocturna sombra para cobrarse en besos la fatiga de la caminata…

¡Cuánto tiempo había pasado sin apenas agitar hojas del calendario de su alma! Los años habían corrido tan raudos como la rueda grande de la máquina, que en su giro veloz perecía inmóvil. Ya no solo los días húmedos las piernas le dolían al subir las escalerillas de hierro de su enemiga. Y desde su alto puesto, atónito, veía en torno las grandes mudanzas de la existencia: los obreros díscolos, los delegados de los sindicatos que hablaban a los patronos cara a cara, sin bajar los ojos ni la voz: el fermento de la lucha humana tomando nuevas formas para fortificar resistencias e inconformidades.

Ya era «el viejo», y los del taller no consultaban con él, rodeándole de una benevolencia despectiva. Lo sabían adicto a los patronos y lo creían torpe, usado hasta en sus pasiones elementales. Por eso, a pesar de estar siempre más alto que los demás, apenas se enteró de la huelga hasta que oyó los gritos. Un obrero joven, de manos lentas en el trabajo y palabras rápidas y llameantes, capitaneaba a los obreros. Él no lo entendía, pero lo admiraba. ¡Hubiera querido tener un hijo así, y no lo tuvo! ¡Hubiera querido que su nieto, el que iba a entrar de aprendiz precisamente aquella misma semana, se pareciese al mozo intrépido que hablaba de la necesidad de jugarse el todo por el todo para evitar que la fuerza pública los echara del taller y vinieran esquiroles traídos de otras ciudades a robarles su pan!

Una mañana neblinosa de invierno las palabras restallaron tensas, y algo eléctrico superior al fluido de los motores, enrareció la atmósfera del taller. Los capataces y el representante de los patronos se habían retirado medrosos. De pronto alguien lanzó un grito desde fuera: «¡La tropa! ¡La tropa!». Y el ritmo de la gran nave llena de máquinas y de hombres tuvo un sobresalto... Estallaron poleas, saltaron piezas de maquinaria, pedazos de acero fueron lanzados por manos violentas contra el cuadro de distribución, se extinguieron las lámparas, y el taller quedó envuelto en una claridad fría donde, poco después, serpearon los fogonazos de los disparos y los ayes.

Desde lo alto de su máquina el viejo, desligado por completo del movimiento societario, pensó de súbito que el hijo con quien había tenido esas diferencias irreductibles entre la generación que se va y la que llega, se había librado de servir a la máquina, mientras que el nieto, la flor sin espinas de su vida, estaba ya destinado a ser su esclavo. Y en un ademán resuelto de venganza, echó entre los engranajes la enorme llave inglesa... Hubo un crujido de hierros que se dañan unos a otros, de piñones que saltan, y, luego, un estremecimiento monstruoso tras el cual la máquina se quedó inerte. Casi enseguida sonaron los primeros disparos y cayó herido.

El drama desarrollóse a partir de ese minuto en rápidas e increíbles etapas: ¿Por qué aquel obrero joven a quien nada lo ligaba se declaró autor de todo los actos de sabotaje y aseguró que él mismo había tirado sobre la máquina antigua la llave inglesa destructora? Misterio. Su herida le valió un subsidio y la visita de sus patronos. Los largos años de servidumbre abonaron la credulidad de todos. «¡Él tan fiel, tan ligado a la casa, no podía haber formado parte de la horda! Bien lo sabían ellos», decían junto a su lecho los convencidos patronos. Él calló.

Un milagro que había de concluir mal realizábase ante sus ojos dejándolo atónito, sin palabras. La generosidad de los dueños de la fábrica lo tomó de blanco, y recibió regalos, plácemes. Dos meses más tarde, volvía al taller con el nieto cogido de la diestra, y subían ambos la escalerilla de acero después de pasar ante el plano pulido, que reflejó una figura curvada y otra vivaz, ágil. La máquina, curada por los mecánicos, comenzó su murmullo, y el viejo, curado por los médicos, dirigió automáticamente hacia las palancas de mando sus manos donde las venas tenían relieves rígidos. El duelo no había concluido aún. Pero ya estaba vencido, y la máquina sonreía con los dientes recién limpios de sus engranajes, segura de que, cuando ya él, muy pronto, no pudiera subir la escalerilla, ella, invencible, lo seguiría derrotando en su nieto.



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