Bienvenido a esta primera entrega del podcast de La hermana cruel, en él podrás escuchar uno de los relatos que finalmente decidimos excluir de la antología, titulado «Paisaje de abanico».
Su tema principal es la caída del ensueño del campo con la invasión de la ciudad. Además, vemos reflejada la pérdida de la inocencia con la vejez, la enfermedad y la locura.
A pesar de su gran calidad literaria, no terminaba de encajar con el resto de relatos en los cuales la locura es el tema principal, aunque sí que trata el tema de la marginación pero desde otro punto de vista, esta vez los ricos son los marginados.
Te dejamos con el podcast, esperamos que te guste y te deje con ganas de seguir leyendo a Alfonso Hernández Catá.
«Paisaje de abanico»
En poco más de un año la casita de paredes encaladas y nervadura de madera, puesta como por juego en medio del jardín cuyas platabandas recordaban las varillas de un abanico, perdió la soledad y fue objeto del mirar de cinco o seis de esos edificios altos y llenos de minúsculos ojos cuadrangulares que dan del progreso humano idea tan triste.
El tráfago jadeante de los días de trabajo, y el bullicio cantarino de los festivos, hacíala añorar los tiempos en que sus moradores hallaban en ella retiro libre. Todo era entonces quietud y silencio. Solo algunas tardes, parejas de enamorados, con ese paso procesional que entrecortan caricias o reproches, cruzaban ya distraídos, ya deteniéndose ante la cancela que servía de broche al varillaje, con un resplandor de buena envidia en las pupilas.
Los personajes que se movían con ritmo feliz en el país del abanico eran tres: una mujer, un hombre apuesto, y una muchachuela, harto espigada para ser hija de los dos, a quien la mujer prodigaba, en los vanos de una pasión desbordada en besos, en languideces súbitas y en brazos y en manos constantemente ávidas de caricias, esos cuidados semimaternales propios de las hermanas de quien las menores pudieran cronológicamente ser fruto.
Ni criados ni abastecedores, ni el cartero siquiera, turbaban su paz. Dijérase que, con legítimo egoísmo, querían ser los únicos en disfrutar la dicha por ellos creada. Y las comiditas bajo la parra, y el riego de los arriates, y el ir y venir del hombre con paquetes, tomaba aire de diversión exenta de todo esfuerzo ante la casita enjalbegada y sobre el verde estriado del jardín.
De esto hacía mucho tiempo ya. La mujer en los dos años que tardaron los arrabales en devorar el campo hasta llegar a ellos, y los albañiles en alzar los horrendos edificios semejantes a cuarteles puestos de pie, estuvo muy enferma y empezó a envejecer, mientras que la muchachuela renovaba en su pubertad pujante las fraternas facciones perfeccionadas, embellecidas... Y ahora frente a los monstruos de cemento con arterias de hierro, la casita sufría, sin darse cuenta de que también hacía sufrir a cuantos por los ojos cuadrangulares contemplaban su aspecto de estuche de felicidad ajeno a las aflictivas servidumbres del sudor transformado en salario.
A menudo voces humanas expresaban el sentir de los enemigos de este modo:
—¡Eso de ver en cuanto uno se asoma a ese par de vagos arrullándose! ¡Como si no tuviera uno bastante con su cochina vida para que le pusieran los dientes largos además!
—No seas así, hombre... Cada uno a lo suyo.
Caían las palabras hacia el jardincillo y hallaban a mitad de camino a estas otras que subían a su encuentro:
—¡Eso de no poder tomar el fresco sin que parezca que esas colmenas de pesadilla nos van a aplastar! Habrá que marcharse a otro lado.
—No seas así... Al fin y al cabo, por mucho que miren nos verán como muñequitos desde tan alto. Y después de todo cada uno a lo suyo, eso es.
La hostilidad de las casas propagadas así a sus moradores, en vez de suavizarse con el hábito se petrificó. Ninguna oficiosidad de vecinos logró trasponer los hierros que servían de cierre al varillaje, ni jamás el hombre y las dos mujeres entraron en ninguno de los rascacielos. Cada uno en su posición, apercibidos, dejaron transcurrir los días sin acortar ni la distancia de la calle ni la de los altos pisos al tejado de la casita sobre el cual un gallo de zinc giraba con el viento, cual si buscara para lanzar su kikirikí un sol que empezaba a faltarle ya. Fue vano que los rascacielos, humildes en su desamparada grandeza, enviaran a la casita pretextos, peticiones, hasta niños para servir de puente a la amistad: la casita, en su pequeñez altiva, se mantuvo hosca. Y entonces declaróse ya la guerra. Una guerra turbia en la que, faltos de motivos concretos, los supuestos se encontraron venenosamente, incurablemente.
La colmena obrera bautizó a los aislados con un nombre para ella síntesis a la vez de envidia y menosprecio: «los rentistas». Y fantásticos rumores iban de boca en boca, sin hallar jamás oídos de duda. De «los rentistas» todo podía creerse. Tan pronto el hombre era de la policía secreta, como estafador, conspirador o monedero falso. Algunos que llegaron hasta a seguirlos daban informes contrarios que, empero, robustecían las hipótesis injuriosas. «Iba a una oficina. Recogía la correspondencia en el apartado y, sin abrir un sobre, sin dejar la menor huella, regresaba a la casita». La invalidez de estas investigaciones y los problemas perentorios de cada uno consumieron el ardor viril. «¡Qué hicieran los rentistas lo que les viniese en gana y viviesen del aire o del negocio más claro o misterioso del mundo, ¡qué caray! No era cosa de hacerse mala sangre por el abanico y sus tres monigotes!», dijeron al fin los hombres. Y no volvieron a sentir la necesidad de comprobar si «los rentistas» eran unos canallas o no.
Pero quedaban las mujeres.
Y las mujeres establecieron una vigilancia incansable. Desde el alba hasta después de caer el sol, y a veces en la noche misma, formas hostiles inclinábanse en las cuadradas pupilas hacia la casita, cual si fueran macizas miradas dispuestas a hacer mal de ojo a los enemigos. Una comadre histérica, agotada por los partos, y una solterona excitada por no haberlos podido tener, acaudillaban el espionaje:
—¿Ha visto usted?
—Claro que he visto.
—Parece que no es oro todo lo que reluce.
—¡Quite usted allá! Y pensar que a mi marido se le come la envidia cuando les ve...
Pocos días después, tras paciente acopio de datos menudos que iban zurciendo a doble puntada la imaginación y la maldad, las dos mujeres volvieron a cambiar comentarios:
—Antes todo eran mieles. Ahora, cuando él se va, parece que ellas ni se hablan.
—Pues la mayor se seca. Pierde por días. Le caen los años mismamente que si tuviera los hijos que yo.
—En cambio, la otra está hecha un pimpollo. ¡Y con un ir y venir, con un hacer valer lo que Dios le ha dado, que ya, ya...! Hasta desde aquí se le ven los ojos brillar.
—¡Ah, si no estuviéramos tan lejos!
Hallaron medio de acortar la distancia. Durante más de un mes los vástagos de la flaca comieron un poco peor, y la solterona se impuso privaciones gustosas. Luego las dos unieron sus ahorros y fueron al centro de la ciudad a comprar unos gemelos de teatro. Merced al mutuo sacrificio las personas del abanico dejaron de ser para ellas lo que para los demás eran: figurillas cuyas actitudes de minueto, de gracioso trabajo o de más gracioso recreo, hubiéranse trocado por torpeza del pintor en esa rigidez propia de los verdaderos seres cuando sufren o gozan con delito. Las dos comadres, durante las horas diurnas, transformaban el varillaje en teatro de realidad y veían los silencios pesados, las manos que unas veces querían acariciar y otras tundir, las huidas y atracciones dolorosas, las congojas súbitas, el triunfo cruel de la belleza joven, el enlace de sonrisas culpables las pocas veces en que la envejecida, con desfallecimiento repentino, abandonaba el aire retador o escrutador y dejaba caer la cabeza contra el pecho...
Una sola voz benigna tuvieron los caserones para la enemiga: la de la esposa de un profesor, obrero intelectual nivelado por la miseria con los manuales:
—¡Una casita como esa! —solía suspirar él cuando el ruido de la vecindad le impedía concentrarse en sus estudios.
Y la esposa le dijo:
—¡No te quejes demasiado! ¡Quién sabe si la soledad tenga también sus inconvenientes…! Los del abanico parecían antes más felices.
A uno y otro lado del jardincillo empezaron a excavar para la siembra de cimientos de nuevos caserones, y la noticia de que la casita sería pronto desalojada se extendió por el barrio causando el mal regocijo de una satisfacción dada por el azar a la envidia. Las dos furias platónicas, ávidas de violar el secreto antes de que se alejase, oprimieron horas y horas los gemelos hasta hacerse daño en los ojos.
—¡Aprovechó usted bien su turno de la mañana?
—Todo cerrado. Él debía estar fuera.
—Es raro, con el sol que ha hecho. Veremos si esta tarde tengo yo más suerte.
La vigilancia siguió así; mas pronto las lentes de la maldad hubieron de complementar los anteojos, porque la tensión dramática de las tres figuras del abanico no se manifestaba sino en movimientos tan sutiles que apenas eran ya ademanes y gestos. La observación última que los caserones pudieron hacer fue fuera del abanico: salió un día el hombre y, después de mirar muchas veces hacia atrás, sacó, ya en la calle, un papel que leyó con ahínco y partió después en ínfimos pedazos que fue dando al viento. Luego irguióse, dejó el paso fatigado y echó a andar resuelto, como si, al fin, seguro del rumbo, no le preocupase otra cosa que llegar.
Aquel domingo fue el último que el abanico y las vivas miniaturas de su país sirvieron de blanco a los argos de hierro y cemento. Pudieron verlos pasar del césped a los arriates del varillaje, apoyar las frentes en los hierros del broche uno a uno, separados por una distancia sin duda más densa y difícil que la visible. Su aire de aislamiento era tal, tan paradójicamente angustioso aquel extravío en tan poco espacio, que, acaso por primera vez, ninguna frase despectiva surgió contra ellos.
—Puede que tú tuvieras razón la otra tarde —dijo el profesor—. ¡No todo el mundo puede resistir bien la soledad!
Y por dictado certero de la subconsciencia, nadie envidió aquel día la perezosa quietud, ni los arriates con flores, ni los senderos de arena que hasta en los días de sombra parecían soleados.
El drama estalló súbitamente, una noche de luna; y como jamás todos los innumerables ojos enemigos estaban cerrados, hubo quien lo vió. La puerta de la casita abrióse, y por entre el varillaje, hacia la cancela, avanzaron dos sombras furtivas. Cuando ya la reja, que debió ser engrasada antes, se abría sin ruido, surgió otra sombra y en frenética carrera alcanzó a los dos, que pretendieron en vano huir. En un instante funesto las tres sombras fueron una sola nada más: mancha colérica de brazos en alto, de ira, de homicidio. Y el relámpago de un alarido serpeó en la noche. Después la mancha, rota, volvió a convertirse en tres: una huyó hacia el campo dejando una estela de risas frenéticas, y la del hombre, un segundo irresoluta, derrumbóse de bruces junto a la que con exasperación convulsa hería la tierra cual si quisiera ahondar por sí misma sepultura en donde aquietarse para siempre.
Solo más tarde, cuando la multitud rodeó al grupo inclinándose sobre la joven que yacía abrasadas las ropas y transformado en horrorosa llaga el rostro antes bello y riente, oyóse la palabra «vitriolo» y pudo reconstruirse el drama.
La mano del destino, antes de quitar el innecesario abanico de aquel sitio congelado hasta las entrañas por el hecho de estarse convirtiendo en ciudad, lo cerró de un golpetazo tan violento que las pobres figuras de su paisaje se despedazaron unas contra otras.
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